Investigar o No Investigar:
Tres Lecciones de la Historia


       Hace casi cuatro siglos, un astrónomo italiano llamado Galileo, utilizando uno de los primeros telescopios, demostró la premisa de que el Sol no gira alrededor de la Tierra sino que el giro de la Tierra sobre su propio eje crea la ilusión de que el Sol se mueve por el cielo. En desacuerdo con lo que se creía en aquel tiempo, Galileo afirmaba que el Sol es el centro de nuestro sistema planetario y su creencia le valió una estancia en la cárcel.

       A pesar de los esfuerzos de este científico, la gran mayoría de los maestros religiosos seguían creyendo equivocadamente que los planetas y el Sol daban vueltas en torno de la Tierra y cualquiera que contradijera esta enseñanza fue calificado de "hereje". Muchos de estos maestros y sus seguidores ignoraban que lo que les decía Galileo era la verdad debido, en parte, a su desgana para iniciar una investigación sincera de la información que estaba a su alcance. Esto demuestra que cuando el hombre no pone a prueba sus creencias, es muy posible que se halle más lejos de la verdad de lo que pensaba.

       Otro ejemplo de esta regla de la vida se ve en la antigua superstición de que la tierra es plana. Si no hubiera sido por la valentía de algunos que sometieron a prueba esta creencia errónea, posiblemente hoy en día no osaríamos aventurarnos demasiado lejos en nuestras naves, por miedo de caer por el borde del planeta.

       (En realidad, estos exploradores no tuvieron que ir tan lejos para saber que nuestro mundo es redondo. Más de dos mil años antes de este descubrimiento, la Biblia ya había afirmado que "[Dios] es el que está sentado sobre la redondez de la tierra, cuyos habitantes son como langostas; Él es el que extiende los cielos como una cortina y los despliega como una tienda para morar"[1]. ) Abundan los casos en que una investigación honrada de convicciones comúnmente aceptadas por el gran público ha redundado en beneficio de la humanidad. Un análisis justo de los hechos, respaldado por una actitud sincera y sin prejuicios, nos puede librar de las cadenas de la ignorancia y animar a vivir sin miedo a lo desconocido.

       Por contraste, cuando no se ponen a prueba las creencias generalmente aceptadas por la mayoría, a veces terminamos siendo perjudicados. Considérese este tercer ejemplo tomado del mundo médico:

    Hace cien años, el médico Ignaz Semmelweis hizo pública su preocupación porque los facultativos añadían riesgos indebidos, que suponían un peligro para sus pacientes, al no lavarse las manos antes de realizar intervenciones quirúrgicas o asistir en los partos. Incluso inmediatamente después de haber practicado autopsias en cadáveres de fallecidos por enfermedad, los cirujanos pasaban directamente a otra sala para asistir en un parto, sin aclararse siquiera las manos. ¿Cómo se recibió esta nueva información? Los colegas del doctor Semmelweis lo condenaron y denostaron sin piedad, acosándole hasta que tuvo que abandonar su profesión[2].

       ¿Sabe usted si hoy en día los cirujanos se lavan las manos antes de asistir en un parto o antes de una intervención quirúrgica? Por supuesto que sí. No sólo se lavan las manos con jabones antibacterianos sino que también se ponen guantes, gorras, mascarillas, zapatillas y batas (todos esterilizados) para disminuir el riesgo de contagiar al paciente. Además, los médicos se aseguran de que todos los instrumentos quirúrgicos (y hasta la misma sala de operaciones) han sido totalmente desinfectados antes de cada intervención. Es obvio que los médicos ahora reconocen que el doctor Semmelweis decía la verdad, ¿pero cuántos pacientes padecían y morían innecesariamente de infecciones (contraídas en el mismo hospital) por la desgana de algunos de investigar lo que siempre habían creído y practicado? Tanto fue la oposición de los colegas de Semmelweis, ¡que tuvo que abandonar su profesión!

       Más de tres mil años antes del descubrimiento de este buen doctor, la Biblia ya había prevenido a la humanidad contra el peligro del contagio y enseñaba principios tan importantes en el mundo médico moderno como el de la cuarentena para pacientes con enfermedades infecciosas. En los primeros libros de la Biblia, el profeta Moisés transcribió un sistema científicamente comprobado de leyes sanitarias para el pueblo judío[3]. Estos preceptos eran fáciles de entender. Cualquiera que tocara el cuerpo del muerto o el del enfermo fue declarado "inmundo". Poco después, el "inmundo" tenía que lavarse el cuerpo (y hasta su misma ropa) repetidas veces con agua limpia antes de volver a ocupar su lugar en la sociedad.

       Si la examinación de estas tres creencias comunes ha redundado a beneficio de la humanidad, ¿sería difícil creer que una investigación honrada de nuestras convicciones y costumbres religiosas también nos pudiera favorecer de alguna forma? Reconociendo que a veces la mayoría puede estar equivocada, ¿sería sabio creer o practicar algo sólo porque los demás nos han asegurado de que es la verdad? Desde luego que no. La historia nos enseña claramente que es esencial examinar con mucho cuidado lo que hemos aprendido de otros para que no seamos arrastrados por su error. No volvamos a repetir la historia; ¡investiguemos lo que nos han dicho!




[1] Isaías 40:22, La Biblia de las Américas.

[2] Harvey y Marilyn Diamond, Vida Sana (Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1989), p. 20.

[3] Números 19:11-22; Levítico capítulos 13 y 14.




(De la página web http://www.buscad.com)